lunes, 4 de abril de 2016

Cristina Rey - Voluntaria Camp Adwa 2015

Llegué a Madrid y no entendía nada. Era incapaz de explicar cómo me sentía, lo que de verdad había supuesto para mí este viaje. Y es que me daba miedo, y creo que me lo sigue dando, decir que lo que sentía no se correspondía con cómo me debería sentir y que, por eso, era incapaz de responder a muchas de vuestras preguntas sobre el viaje.
Porque sí, llegué valorando un montón las cosas que tengo y que son esenciales, pero no fue por ver allí su necesidad, sino por ver algo muy diferente.

Todavía recuerdo el silencio que había en clase el primer día. Todos mirándome desde las hileras de mesas, con su cuaderno y su lápiz en la mano esperando a que copiara cualquier cosa en la pizarra para poder escribirla.
Recuerdo también sus caras al día siguiente cuando al entrar en clase vieron que las hileras ahora eran grupos de mesas, cómo empezaron a girar sus sillas de forma que estas quedasen mirando a la pizarra, su sorpresa cuando hicimos un corro en el suelo o cuando empezamos a bailar por toda la clase.
Y no sabría decir cuándo fue, pero su miedo se fue convirtiendo en ganas, el silencio en risas, el copiar de la pizarra en hablar y trabajar con los compañeros, los lápices fueron sustituidos por colores, los cuadernos por folios que decoraban la clase con dibujos y palabras nuevas... todos querían participar.

Cada vez llegaban más niños. No parábamos ni un momento porque nunca pierden la energía, y menos cuando hay pegatinas, globos, pulseras o pinturas de por medio. Les encanta sentirse únicos y especiales y por eso intentaban siempre hacértelo sentir a ti.

No siempre todo esto era fácil. La mayoría de las veces organizar a tantos niños y crear las actividades y juegos era un auténtico caos, y todavía más cuando entran en la dinámica de “está permitido divertirse” y cada uno intenta hacer lo que más le gusta. Muchos días era consciente de que la actividad no estaba saliendo como había planeado, pero no por ello quería decir que estuviese saliendo mal, todo lo contrario, veía sus caras y sabía que se lo estaban pasando bien, así que, fuera lo que fuese lo no-planeado estaba funcionando.
Y así se pasó todo un mes volando entre juegos, canciones, cultura etíope, ceremonias del café, montañas de formas raras, “balanchinas”, disfraces, bailes, risas en la sala de material, paseos bajo diluvios, injeras, zumos de mil colores… Y, sobre todo, un mes entre gente. Gente distinta, de todas las edades, de diferentes países, con diferentes gustos y motivaciones, con diferentes historias, pero todos capaces de sentirnos unidos.

Porque después de este viaje, lo que realmente valoro es lo que no tengo, el poder ver a cada momento la realidad tal y como es.
Y eso fue lo que noté en Etiopía, enfrentarme a la gente y sentir que de verdad estaba con ellos, que no había barreras, que de verdad compartían algo de ellos conmigo. Normalmente al hablar con alguien me cuesta mucho más saber con quién estoy hablando.
No sé, igual es absurdo, pero creo que por primera vez sentí que las personas somos parte de la naturaleza, que somos reales o que podemos llegar a ver la verdad de la otra persona.
Esa verdad de las cosas es lo que realmente volví valorando. Ser capaz de mirar a una persona y ver a un ser humano, ser capaz de ver un paisaje y no un parque fingido donde cada árbol está planeado para ocupar el sitio que ocupa, ser capaz de vivir una realidad distinta sin que sea a través de un
píxel.
Y es que no valoras lo que tienes cuando lo pierdes, valoras lo que tienes cuando de verdad lo sientes.

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