África llevaba rondando por mi mente
varios años, quizás desde la infancia, cuando estudiaba en el Colegio Hijas de
María Auxiliadora de Sevilla. Guardo un grato recuerdo de aquellos maravillosos
años, cuando las hermanas salesianas nos contaban historias y anécdotas de las
misiones. Yo siempre las admiré, y ahora, aún más, tras haber conocido su garra
y entrega. Porque lo dan todo a cambio de nada. Y porque están allí dónde nadie
va. Con el tiempo crecí, entré en la universidad, me licencié y comencé a dar
mis primeros pasos como periodista, profesión a la que pertenezco en cuerpo y
alma, aunque nunca he dejado de lado la enseñanza. Pero fue pasando el tiempo y
yo seguía sin dar el paso. África y sus gentes continuaban esperándome y yo
estaba segura que tenía mucho que aportar.
En los últimos años, mi experiencia
internacional me había llevado a cooperar en varios ocasiones en Centroamérica
y en Haití, un pequeño trocito de África en el Caribe, pero ahora, estaba
ansiosa por vivir en primera persona todo aquello que había escuchado relatar
cuando niña, la infinidad de vivencias y sentimientos que iba a depararme este
apasionante, pero a la vez, desconocido continente. ¿El lugar elegido? Etiopía.
De la mano de la ONG VidesSur. Muchos me anunciaban que para estar en África tenías
que ser de una “pasta especial”, y, ¡cuánta razón tenían! Lo supe nada más
llegar. Lo que han visto mis ojos es difícil describirlo con palabras.
Nos encontramos en Zway, 163 km al sur
de la capital, Addis Abeba. Nunca antes había presenciado una realidad tan dura
como la que ahora tengo ante mí. El primer sentimiento que me embarga al llegar
aquí es la culpabilidad, culpabilidad por llevar la vida que llevo: por
vestirme y calzarme todos los días o comer todas las veces que se me antoje,
por derrochar la luz, el agua y tantas y tantas cosas.
Todo aquí se cubre de tierra y polvo
rápidamente. Hasta las pestañas de los niños son naranjas. Te duchas y en
cuestión de segundos tienes la sensación de no haberte duchado, en la ropa y en
el pelo. A marchas forzadas, aprendes a convivir con las pulgas y con los
piojos como si fueran tus mejores amigos y compañeros de batalla. Y mientras
caminas por la calle, ten por seguro que tendrás que sortear decenas de vacas y
cabras para continuar el paso. Pero no temas, no embisten. Y es que ir a
Etiopía es viajar hacia un mundo sin reglas, hacia el caos más absoluto y desprenderte
de prejuicios y miedos, ser acosada, literalmente cuando vas por la calle, por
niños y niñas, y no tan niños, que te tocan a grito de “you, you” y “money”,
especialmente si eres mujer; pero sobretodo, venir hasta aquí, es dejarte
llevar, para encontrarte con la naturaleza, y el ser humano en estado puro.
Aquí no hay acerado ni normas de tráfico, pero hay que desechar estereotipos y
dejar en casa clichés y tabúes para ofrecer siempre lo mejor de ti. Y es que,
ya lo decía Madre Teresa de Calcuta: “a
veces sentimos que lo que hacemos es tan sólo una gota en el mar, pero el mar
sería menos si le faltara esa gota”. Y el cambio comienza dentro de cada
uno y hemos de ser conscientes de ello.
Aquí hay pobreza, de esa que mata. No
hay más que mirar a los niños y niñas que diariamente acuden al programa de
nutrición. Miseria, mucha, de esa que se mete debajo de la piel y duele, porque
la mendicidad, y más aún cuando proviene de miradas inocentes, te rasga el alma;
pero también tengo ante mí un país fascinante, rico en cultura, rico en tesoros
sencillos, el país de las sonrisas infinitas, el país donde los niños son niños,
un país lleno de tradiciones milenarias y leyendas mágicas. Y es que Etiopía es
el único país en África que no ha sido colonizado.
La ceremonia del café, ese ritual
pausado, artesanal y sobre todo aromático que las mujeres etíopes realizan hasta
cinco veces al día, acompañado de palomitas y patatas fritas y unos frutos
secos picantes que te cortan la respiración. Pero una no puede ir a Etiopía y
no probar su café, considerado por muchos como uno de los mejores del mundo. Es
la bebida nacional por excelencia en el país. La ceremonia del café es una
experiencia de belleza extraordinaria. Y he tenido la suerte de presenciarla en
varias ocasiones. Mucha paciencia, eso sí, porque puede durar hasta una hora. Desde
el tostado de los granos del café, el molido posterior y su infusión en los
preciosos “jabenas” y el aderezo final con mucha azúcar. Ni tampoco puedes ir a
Etiopía, y no mancharte los dedos mientras comes la “injera”, pan típico etíope
a base de un cereal llamado tej y a menudo avinagrado.
No podemos hablar de Etiopía sin hablar
de religión: ortodoxos, musulmanes, católicos, protestantes y un sinfín más que
conviven en perfecta armonía… hasta la persona más atea se vuelve religiosa en
estas tierras. Es imposible no contagiarte de su fervor y tradiciones, de sus
ritos llenos de cánticos y ritmos difíciles de seguir. Un “faranji”, tal y cómo
llaman a los extranjeros en Etiopía, nunca podrá mover los hombros como los
etíopes. Hasta el más pequeño detalle evidencia la presencia de Dios aquí. Por un
momento, todos creen. Aún recuerdo al muecín llamando a la oración desde lo más
alto del minarete de la mezquita más cercana poco antes de las cinco de la
mañana, muecín que siempre conseguía interrumpir mi sueño; los cánticos
ortodoxos que sonaban durante todo el día, aún me pregunto si era un simple
megáfono o una voz en directo, o el coro católico de la eucaristía de los
domingos, compuesto en su mayoría por mujeres que, al cantar, emitían unos
sonidos, cuanto menos curiosos. Una eucaristía, todo hay que decirlo, de casi
dos horas y media de duración en su lengua local, el amhárico. Sermones del
sacerdote de los que jamás conseguí entender ni una sola palabra. Para combatir
el aburrimiento que se despertaba en ocasiones, mucho, pero que mucho sentido del
humor.
La vida aquí es demasiado dura. Zway es
una ciudad que carece de cualquier infraestructura sanitaria y escolar. Por
este motivo, las Hijas de María Auxiliadora llegaron a esta localidad hace más
de treinta años para apostar por la educación de cientos de niños y niñas. Un
esfuerzo y trabajo encomiables que vieron sus frutos en el College–Universidad, con la
especialización en Diseño de Moda e Informática, abriendo la puerta laboral a
cientos de jóvenes, un sueño hecho realidad, y el colegio Mary Our Help, donde
actualmente se encuentran escolarizados más de 2.500 alumnos y alumnas (en los
niveles de infantil, primaria y secundaria) de todas las religiones,
provenientes, en su mayoría, de familias vulnerables y en riesgo de exclusión
social. La labor de las salesianas ha supuesto un antes y un después para la
localidad y la población lo sabe. Las familias estarán eternamente agradecidas.
Entrar en el campus de Mary Help es como
atravesar una burbuja. Un recinto donde se respira paz, rodeado de jardines
bien cuidados. Miro las fotos y me siento orgullosa. Yo misma he contribuido a
que esto sea posible, preparando el parque infantil con toboganes, balancines y
columpios, y limpiando las zonas verdes. Ahora, cientos de peques pueden
disfrutarlo. Pero también he contribuido al aprendizaje y al empoderamiento de
los adolescentes (de entre 13 y 16 años) durante la celebración de Camp Zway,
un proyecto impulsado por la Asociación Feel Adwa, conscientes de la importancia
del aprendizaje del inglés en un país donde más del 50% de la población
continúa siendo analfabeta. Hemos apostado por la educación como el arma más
poderosa para poder cambiar el país, porque en los niños y niñas está el futuro
y son agentes de cambio. Pero también hemos formado al profesorado y hemos
regalado nuestros conocimientos, herramientas y recursos, un profesorado
entregado y comprometido. Durante tres semanas, aprendizaje y entretenimiento
han ido de la mano. Y no nos olvidemos del oratorio, porque Camp Zway es más
que una escuela. Camp Zway es alegría y juego y hasta aquí acudían todas las
tardes pequeños y no tan pequeños para la realización de diferentes actividades
deportivas, manualidades, baile o canto. Un lugar que durante unas horas les
permitía soñar, un lugar con una máxima, el cariño y la entrega.
Gracias infinitas a todas las hermanas
salesianas, con ellas me he sentido siempre en casa, y gracias infinitas
también a VidesSur y a Feel Adwa por permitirme formar parte de esta
maravillosa iniciativa.
La experiencia en Zway me ha enseñado a
valorar la vida aún más si cabe, mi vida, a valorar las pequeñas cosas. Suena a
tópico, pero sólo cuando estás en contacto con esa realidad que te parte el
alma y que te marcará por siempre, es cuando empiezas a prestar atención a las
cosas verdaderamente importantes. Porque materialmente no tienen nada, pero
emocionalmente están llenos de vida, porque si tienen salud y amor, nada les
falta.
Zway y la vitalidad de sus gentes me han
enseñado también que uno tiene que aprender a vivir su vida con dignidad,
porque ellos viven la pobreza de una manera muy digna. Una continua lección de
vida porque te demuestran que el cambio es posible, que sólo hace falta luchar
con todas tus ganas y querer cambiar las cosas. ¡Cuántas ganas de aprender! Siempre
agradecidos y con una sonrisa en su rostro.
Etiopía es un país de tradiciones, sí, un
país con una riqueza cultural enorme, pero también es un país de hambruna y
sufrimiento. Pero por encima de todo, Etiopía es el país de las sonrisas,
sonrisas que te llenan de vida y que te contagian alegría y entusiasmo. Y es
por esas sonrisas, que volvería a pisar esta tierra una y otra vez. No nos
olvidemos de Etiopía, yo no me olvido.
Lourdes Álvarez Pérez